Desde siempre he sido muy niñera, me encantan los mocosos, de hecho muchas veces lo pienso y una de mis frustraciones es que yo tenía que haberme dedicado laboralmente al cuidado de niños, como por ejemplo: tener una guardería.
Recuerdo que a pesar de tener 19 años cuando me diagnosticaron la enfermedad, uno de los temores que se me pasaron por la cabeza fue la idea de no poder ser madre el día de mañana. Los años pasaron, mi marido y yo nos casamos y llegó el momento de tomar la decisión. Yo tenía claro que quería ser madre y mi doctora sin dudarlo en ningún momento me lo aconsejaba, pero a la vez me sentía mal al pensar que por causa de mi enfermedad no podría o yo me pondría peor, pero por otro lado, me imaginaba la idea de tener un hijo, un ser que surge del amor que existe entre dos personas que se quieren: ¿existe algo en el mundo que tenga más valor?, no se que pensáis, pero yo opino que no.

Pasaron unos meses y después de mis revisiones y controles, de dieron permiso para volver a intentarlo, y con más miedo que vergüenza, como soy un poco cabezota, manos a la obra otra vez y…¡DIANA!, me quedé otra vez embarazada de mi hija IRENE. El embarazo y el parto fueron de libro, todo perfecto, y yo aunque con mis pequeños achaques también estaba bien, bueno ¡que narices!, porque no decirlo estaba estupenda, feliz, radiante, … por tener entre mis brazos a una de las criaturas más bonitas que haya podido existir.

Y aunque ya he comentado que los niños me gustan mucho y que disfruto muchos de mis hijos, mi marido y yo pesamos que le pasamos el turno a otras parejas para que incrementen la natalidad, que nosotros ya hemos cumplido.
A pesar de mis malos días y momentos, estos dos pitufos influyen para que mi vida tenga sentido y tenga ganas de luchar y ser fuerte, podré dudar muchas cosas, pero lo que si tengo clarísimo es que NO LES PUEDO FALLAR.